miércoles, 21 de mayo de 2014

La abuela Rosa y sus pantalones bombachos


Los sábados por la mañana la mamá de Alejandra tiene que trabajar.
 Por eso, antes de irse a la oficina su mamá lleva a Alejandra a casa de la abuela Rosa. A pesar de que la visita cada sábado, Alejandra no se siente cómoda con su abuela. Alejandra piensa que su abuela Rosa es una señora muy extraña. Incluso,  ha llegado a la conclusión de que está un poco loca.
Definitivamente, su abuela no era como las abuelitas de sus amigos de la escuela, ni como las abuelas de sus vecinos. No era de esas abuelas que pasan el día viendo telenovelas, ni de las abuelas que salen en la televisión. Su abuela no usaba lentes, ni tenía el pelo lleno de canas. En realidad, Alejandra no podía comparar a su abuela con ninguna otra abuela que hubiera conocido antes. La abuela Rosa iba al mercado en bicicleta, le cantaba a sus plantas, imitaba a los pájaros y vestía unos pantalones bombachos que la hacían ver muy chistosa.
A Alejandra no le gusta salir con su abuela a comprar helados ni a pasear al parque. Ella siente que la gente en la calle se reía de ellas y de los pantalones de su abuela. Alejandra prefiere quedarse en casa y esperar a que su mamá regrese. Por suerte para Alejandra, el sábado es el día que su abuela hace galletas. Las galletas que hornea su abuela hacen que valga la pena la visita. Y esto, a pesar de que las prepara con ingredientes muy raros,  como pétalos de flores, semillas y hojas.
Cada sábado, Alejandra se pregunta por qué su abuela no puede ser como las otras abuelas, que usan lentes, ven novelas y hacen galletas de chispas de chocolate.

Cierto sábado, mientras Alejandra ayudaba a su abuela a preparar galletas con flores de calabaza, se animó a preguntarle:
—¿Por qué te vistes tan raro, abuela Rosa?
En vez de contestar, su abuela simplemente sonrió y siguió recortando las galletas y acomodándolas en la charola.
Alejandra se puso nerviosa, no sabía si había herido los sentimientos de su abuela. En medios de ese silencio, Alejandra se dio cuenta que sí le importaba lo que sentía su abuela y lamentó haber sido grosera con ella.
—¿Lo dices por mis pantalones bombachos?— preguntó la abuela Rosa.
Alejandra se encontró en una encrucijada.  ¿Debía decir la verdad de lo que pensaba, o mejor, guardar silencio para no lastimar a su abuela? Alejandra se quedó pensando un poco, en realidad su abuela no parecía ni triste ni enojada, así que optó por decir la verdad.
—Tus pantalones son raros, abuela, y tu cabello también, siempre lo traes alborotado.
Esta vez, su abuela se echó a reír. Alejandra se sintió tranquila viendo reír a su abuela, y luego, también ella rió.
—Querida Alejandra, sé que no soy una abuela normal, pero ¿no te parece que el mundo sería muy aburrido si todas las abuelas fuéramos iguales?
Alejandra meditó sobre las palabras de su abuela. Después de un rato le pareció que en realidad, su abuela tenía razón. Ese mismo día, Alejandra comenzó a ver a su abuela distinta. Ya no le parecía una loca, ni sus galletas tan raras.  Misteriosamente, ahora su abuela le resultaba una abuela divertida.
El lunes por la mañana, de vuelta a la escuela, Alejandra tenía mucho que contarle a su mejor amiga Dianita. En el recreo Alejandra le platicó a Dianita de su abuela Rosa. Le contó de sus pájaros, de su bicicleta y de sus recetas. A Dianita lo que más le impresionó fueron las galletas de calabaza.
—¡Y vaya que son sabrosas!
—¿Qué están sabroso?— preguntó Julio, que estaba junto a ellas.
—Las galletas de su abuela Rosa. ¡Que además anda en bicicleta!—respondió Dianita.
—¡Wow! ¡En bici!
De un momento a otro, ya se había corrido la voz. Todos los compañeros de Alejandra hablaban de su abuela. Alejandra se puso nerviosa, estaba orgullosa de su abuela Rosa, pero no estaba segura de lo que sus compañeros pensarían sobre sus locuras. Otra vez le entró el miedo a que se burlaran de ella, así que fue a esconderse al baño hasta que terminara el recreo.
En el salón de clases se sintió más tranquila, pero las horas se le hicieron largas esperando que terminaran las clases. Alejandra lo que quería era volver a casa cuanto antes y olvidar el asunto.
Cuando terminó la última clase, Alejandra salió corriendo, no quiso despedirse de nadie, ni siquiera de Dianita. No quería escuchar que nadie mencionara a su abuela. Pero la mamá de Alejandra no llegaba, así que no le quedó más remedio que esperar en el patio de la escuela.
Juan Carlos, el niño más popular de su salón, se acercó a Alejandra.
—Oye, ¿es cierto que tu abuela anda en bici?
Alejandra dudó en contestar, si lo negaba quedaría como una mentirosa y si decía la verdad, quizá Juan Carlos se burlaría de ella.
—A mí me encantaría que mi abuela anduviera en bicicleta, así podríamos jugar carreritas juntos—agregó Juan Carlos.
Alejandra sonrió, ¡que boba había sido por avergonzarse de su abuela! Juan Carlos también sonrió, estaba emocionado por escuchar la historia de la abuela que anda en bicicleta. Entonces, Alejandra comenzó el relato de su abuela y sus excentricidades maravillosas. Juan Carlos escuchó encantado hasta que llegó la mamá de Alejandra por ella. Al despedirse de Juan Carlos, Alejandra estaba más que feliz,  ¡Qué orgullosa se sentía de tener una abuela tan única!


Desde aquel día, cada lunes en el recreo, los amigos de Alejandra se reúnen a su alrededor para escuchar  las increíbles aventuras de su abuela Rosa y sus pantalones bombachos. 

miércoles, 14 de mayo de 2014

El día que se fue la luz



Recuerdo que era martes y que llovía. Mi hermana Carla y yo habíamos terminado temprano nuestras tareas para que mamá nos dejara ver la película que pasaban a las ocho por la tele. Era la película que habíamos estado esperando por semanas, desde que vimos los espectaculares en la calle. ¡Y era la primera vez que la pasarían en televisión!  No nos la  perderíamos por nada.
Cerca de las ocho de la noche la lluvia se hizo más fuerte y comenzó a relampaguear el cielo. A Carla y a mí nos encantan los relámpagos, pero no les hicimos mucho caso,  la película estaba por comenzar. A la hora en punto, la pantalla del televisor se iluminó con las imágenes que presentaban: ¡La Aventura sin límite! Nuestros ojos se hincharon de emoción.
—Esta es la historia de tres niños valientes que vivían en un planeta lejano…— ¡Cabum! Un fuertísimo trueno interrumpió de golpe la trasmisión. Y no sólo eso, segundos después de escuchar el sonido, la televisión se apagó y con ella las luces de toda la casa.
Cuando nos recuperamos del susto, Carla y yo nos asomamos a la ventana: otra sorpresa, la luz de todo el barrio se había ido. Quedamos preocupadas, si la electricidad no regresaba pronto nos perderíamos el gran estreno.
—¿Y ahora qué hacemos?—preguntó Carla.
Esperar, ¿qué más? Saqué mi celular y nos turnamos para jugar con él. Sin tele ni computadora, era lo único que teníamos para entretenernos hasta que la luz volviera.
Una hora después del relámpago, ya estábamos resignadas, la luz no volvería. Tanto apurarse con la tarea, tantas expectativas para que la lluvia nos arruinara la película. Pero lo peor estaba por venir, a mi celular se le acababa la batería, pronto, quedaríamos completamente aisladas.
A las nueve veintitrés mi celular se apagó por completo. El intermitente reflejo amarillo de las velas que Mamá había colocado aquí y allá, fue lo único que quedó para vernos las caras.  ¡Qué decepción! ¡Y qué aburrimiento!
Recostadas en el sofá de la sala,  Carla tuvo una gran idea. Si la película no podía venir a nosotras, nosotras iríamos a ella. Así que tomamos las velas de mamá y fuimos a nuestro cuarto. Sobre el buró colocamos todas las velas, con eso tendríamos suficiente luz.
Después, buscamos en el closet, debajo de las camas, por todas partes. Ambas sabíamos lo que necesitábamos. Amontonamos los zapatos, distendimos las camas, colgamos las sábanas de la puerta y poco a poco la idea fue tomando forma. A la luz de las velas, habíamos hecho de nuestro cuarto una réplica casi exacta de la nave espacial de la película.
Con la nave lista, ¡Comenzamos el viaje! Yo era una capitana interespacial y mi hermana mi sub capitana, juntas cruzábamos el universo entero. Pero en eso,  una lluvia de meteoritos nos cayó encima y nuestra nave se averío. Aterrizamos de emergencia en un planeta extraño. El planeta que descubrimos estaba habitado por elefantes de peluche gigantes y sus archienemigos mortales, los calcetines sucios.
Les regalé mi celular descargado a los elefantes y nos hicimos amigos.  Ellos a cambio nos ayudaron a reparar la nave. Estábamos por despegar, cuando los calcetines nos atacaron con su peste. Carla quedó atrapada por dos calcetas, pero yo la liberé metiéndolas en el cesto de la ropa sucia.
Aprovechando que estaban distraídos los demás calcetines, regresamos a la nave y escapamos. Lamentamos dejar atrás a nuestros amigos elefantes, pero fue un alivio salvarnos. ¡La subcapitana Carla y la capitana Maira regresaban a casa!

Una semana después mi mamá nos regaló el DVD de La Aventura sin límite. Cuando lo recibimos, estábamos tan emocionadas que Carla y yo fuimos directo a encender el reproductor de DVD. Pero diez minutos después de haber iniciado la película Carla y yo ya estábamos aburridas. Nuestra aventura espacial, aquella noche de lluvia, había sido mucho más divertida y emocionante. Nosotras habíamos cruzado el espacio y vencido sobre los calcetines, ninguna película podía superar eso.

Día de mercado



Como cada domingo desde hace cuarenta años, Doña Leonora colocó su puesto de frutas y verduras en el mercado. La mañana era calurosa, en el cielo no había una nube. La gente llegaba para hacer sus compras. Mujeres, hombres, jóvenes y muchachas se apresuraba con el mandado en brazos. Algunos mercaderes gritaban el precio de sus mercancías, otros le sonreían coquetos a las clientas y algunos más platicaban con sus vecinos. Todo parecía muy similar a cualquier domingo de mercado en primavera. Pero Doña Leonora sabía que este domingo sería diferente a los demás y se sentía feliz. Por primera vez, su nieto, Mateo, la acompañaría en el puesto del mercado.
Mateo también estaba feliz, siempre le había gustado el trabajo de su abuela. Pero nunca antes su mamá lo había dejado ir. Eres muy pequeño, decía su mamá cada vez que Mateo insistía. Hace una semana, Mateo había cumplido 10 años y ahora podría acompañar a su abuela. 
Por la mañana, en la plaza donde se pone el mercado, Mateo, su papá y su abuela colocaron juntos una gran sombrilla roja junto a una larga mesa. Después,  Mateo ayudó a su abuela a acomodar los montones de frutas y verduras sobre la mesa. Su papá terminó de descargar las cajas y costales de mercancía de la camioneta, les deseó suerte y les avisó que regresaba a las dos por ellos.
Sobre el tenderete de Doña Leonora, los tomates, sandías, plátanos, cebollas, chiles y verdolagas completaban un arcoíris comestible.  Cuando estuvo el puesto instalado, la gente empezó a llegar poco a poco. Mateo se emocionó mucho cuando el primer cliente, un señor de bigote blanco, le pidió tomates, calabazas y cebollas a su abuela. Al escuchar el pedido, Mateo se apresuró a llenar una bolsa con las verduras solicitadas. Su abuela le enseñó cómo pesar correctamente los kilos en la báscula, así que Mateo puso las verduras sobre ésta, y juntos acomodaron las pesas. Los tomates eran más del kilo, en cambio, las cebollas eran menos. Mateo hizo los arreglos necesarios y le dio al señor de bigote blanco exactamente tres kilos.
Para medio día, Mateo y su abuela ya habían vendido casi todas las verduras y frutas de la mesa. Doña Leonora estaba orgullosa de su nieto, Mateo era muy listo. En un solo día, él había aprendido a acomodar las frutas para que no se maltratasen, a utilizar las pesas de la báscula y a distinguir cuáles son las verduras más resistentes al calor.
Mateo se sentía satisfecho también, había trabajado, ayudado a su abuela y se había dado cuenta de algo importante. En la escuela, nunca le gustaron las matemáticas, pero en el mercado, junto a su abuela, descubrió que los números podían ser divertidos y muy útiles.
A la una y media de la tarde, su abuela le dijo a Mateo, es hora de irnos. Entonces Mateo cerró la gran sombrilla roja mientras su abuela guardó las verduras y frutas que no habían vendido. A las dos en punto, el papá de Mateo llegó por ellos.
En casa de Doña Leonora, al despedirse, Mateo le pidió a su abuela poder volver el domingo siguiente. Su abuela se quedó pensando un rato y al fin dijo, puedes volver cuando quieras, Mateo, me dará mucho gusto. Doña Leonora extendió la mano y le dio cincuenta pesos a su nieto. Pero recuerda, estudiar es lo más importante, el trabajo y el dinero vendrán después.